"Cada memoria enamorada guarda sus magdalenas y la mía -sábelo, allí donde estés- es el perfume del tabaco rubio que me devuelve a tu espigada noche, a la ráfaga de tu más profunda piel. No el tabaco que se aspira, el humo que tapiza las gargantas, sino esa vaga equívoca fragancia que deja la pipa, en los dedos y que en algún momento, en algún gesto inadvertido, asciende con su látigo de delicia para encabritar tu recuerdo, la sombra de tu espalda contra el blanco velamen de las sábanas."
Tu más profunda piel, Fragmento
Julio Córtazar.
El anterior párrafo es el inicio de un espectacular cuento que leí cuando veía una clase llamada "Literatura y Erotismo" en la Universidad. Y de él, hoy, lo que me llama la atención es el reflejo de cómo un olor, un leve gesto, una imagen, un fragmento de una canción, puede desencadenar toda una maraña de recuerdos guardados en el ático de nuestra memoria.
El sabor a café con leche me transporta hacia cuando yo tenía 5 o 6 años, cuando mi tío fue una mañana a recogerme al colegio y me llevó a una panadería a comer algo. El olor de los buñuelos calientes me recuerda cuando en las mañanas mi mamá me compraba uno para que lo llevara en la lonchera y que a veces yo me lo comía en el bus del colegio. El olor a torta recién horneada me remite a cuando tenía siete años, cuando Luz Marina, la novia de mi tío, hacía tortas para que todos comieramos.
Y sin mencionar que cuando escucho la canción de "El Capitán Centella", de "MacGyver", de "Manimal", o de "Los Magníficos", o cuando me veo los capítulos de "Los Superamigos" me emociono por completo y recuerdo como me sentaba por horas frente a la radioactiva presencia de mi televisor a quemar neuronas, a fabricar momentos que hoy son bonitos recuerdos.
Dicen que recordar es vivir... y últimamente he estado viviendo mucho.