jueves, 28 de abril de 2016

¿Así que quieres ser escritor?



Si no te sale ardiendo de dentro,
a pesar de todo,
no lo hagas.
A no ser que salga espontáneamente de tu corazón
y de tu mente y de tu boca
y de tus tripas,
no lo hagas.
Si tienes que sentarte durante horas
con la mirada fija en la pantalla del ordenador
o clavado en tu máquina de escribir
buscando las palabras,
no lo hagas.
Si lo haces por dinero o fama,
no lo hagas.
Si lo haces porque quieres mujeres en tu cama,
no lo hagas.
Si tienes que sentarte
y reescribirlo una y otra vez,
no lo hagas.
Si te cansa sólo pensar en hacerlo,
no lo hagas.
Si estás intentando escribir
como cualquier otro, olvídalo.

Si tienes que esperar a que salga rugiendo de ti,
espera pacientemente.
Si nunca sale rugiendo de ti, haz otra cosa.

Si primero tienes que leerlo a tu esposa
o a tu novia o a tu novio
o a tus padres o a cualquiera,
no estás preparado.

No seas como tantos escritores,
no seas como tantos miles de
personas que se llaman a sí mismos escritores,
no seas soso y aburrido y pretencioso,
no te consumas en tu amor propio.
Las bibliotecas del mundo
bostezan hasta dormirse
con esa gente.
No seas uno de ellos.
No lo hagas.
A no ser que salga de tu alma
como un cohete,
a no ser que quedarte quieto
pudiera llevarte a la locura,
al suicidio o al asesinato,
no lo hagas.
A no ser que el sol dentro de ti
esté quemando tus tripas, no lo hagas.
Cuando sea verdaderamente el momento,
y si has sido elegido,
sucederá por sí solo y
seguirá sucediendo hasta que mueras
o hasta que muera en ti.
No hay otro camino.
Y nunca lo hubo.

C. Bukowski

martes, 26 de abril de 2016

Solo ante el peligro



Para hablar de ti no sirve un poema.
Tal vez una vieja canción del Oeste,
Una canción que diga de aquel hombre solo
Que va por el mundo
Jugando a los vaqueros. Una canción
Que recuerde las ciudades
Que el hombre lleva en la memoria,
Donde siempre hubo un duelo,
Un bar y una mujer. Una canción
Que hable de los largos caminos
Que nunca acaban
Y el hombre en su caballo
Hacia cualquier parte.
Nadie sabe su nombre porque así
Lo quiso él, aunque, con frecuencia,
En las noches luminosas
El hombre eche de menos una palabra
Tierna y tal vez llore.
Una canción que diga de la mujer
Que en cada pueblo deja,
Sentada en la barra de una cantina,
Recordando al hombre
Y sus borracheras de matón
Y sus agresivos momentos de soledad
Y sus monólogos agrios con fantasmas
Y su tierna intimidad al amanecer
Y su incontenible ansiedad
Por sentir el pie en el estribo, nuevamente.
Una canción que hable de ti, Juan.

miércoles, 20 de abril de 2016

Clic



Hace poco envíe este texto para los muchachos de Tejiendo Versos y ellos, muy amables, muy queridos, me publicaron. Esto, a medio camino entre cuento, poesía, anécdota, no sé, es el resultado de una mañana de inspiración y serendipia.

Resulta increíble que en este planeta, con sus ciudades grises y lacónicas habitadas por millones y millones de personas, caminemos por ahí sin poder conectar con alguien, con alguien y hacer clic, con quien sentirnos plenos y a gusto para dejar vislumbrar, asomar, atisbar una muestra del universo que nos habita.

(Esas nebulosas que nos llenan los espacios vacíos, las constelaciones que tejen nuestro firmamento, los cometas raudos que de cuando en cuando nos sorprenden a nosotros mismos, el polvo del que estamos hechos, los soles que al interior nuestro se apagan.)

Nos sentamos en un café, un bar, quizás un restaurante, tal vez la silla de un bus y esperamos poder conversar con esa persona que nos acompaña sobre ese algo que nos agobia, pide salir, darle alas, entregárselo a los hados, que las ideas correteen traviesas afuera. “¿Ha leído usted a Carranza, la hija? Es que hoy vengo tan lleno de ausencia, de un dolor tan cercano a los versos de ella.” Pero no; difícilmente intercambiaremos nuestras impresiones del clima, de lo mal que funciona el sistema de salud en nuestro país y de una familiar que se fue al extranjero porque acá todo está caro, todo está muy duro, hasta luego, que tenga un buen día.

Pero no.

Vamos por ahí buscando, esperando esa señal del destino. Las calles siguen llenándose de autos, de gente, de afanes y cotidianidades; de falsos redentores, angustiados redimidos; de pesares, dolores y vacíos, de las lágrimas que aún no se han derramado, de las historias que están por vivirse, de los adioses no pronunciados.

Los amigos, esa familia a la cual por elección se pertenece, nos acompañan por instantes, mas hace falta ese clic, esa conexión, ese algo más allá de toda corporalidad, trato, relación que establecemos.

Aun así, falta algo.

Quizás una tarde o una noche indeterminada, no precisada en el tiempo, quieren las tejedoras de los hilos del destino que dos seres humanos se conecten, sin buscarlo, sin motivo alguno, un par de líneas, un libro, unos cuantos verbos, sin adjetivos.

Poco a poco, con la paciencia con que se hilan y entrelazan las historias, ambos personajes (seleccionados al azar entre esos millones y millones que habitan y deambulan las grises y lacónicas ciudades) hacen clic y sin mayores ambiciones se asoman en el universo del otro, se dan a conocer los satélites, los asteroides, los cometas erráticos. De a poco pasean por ese cosmos interno. Y se conectan.

No importa si habitan universos de prosa o de poesía; no importa si las canciones que escuchan son disimiles o si uno siente la magia de la tierra y el otro percibe lo convulsionado de las avenidas. No importa, incluso, si uno respira el gélido aire de las calles capitalinas y el otro se mueve en las cálidas (y a veces intoxicantes) calles de una ciudad cercana al Pacífico. Pero sonríen porque existen.

Serendipia.