Imaginemos juntos una situación, amigo lector. Una tarde un hombre de 30 y algo sale a encontrarse en un centro comercial con una amiga con la que no se ve hace un buen tiempo. No importa el nombre de este hombre, tampoco importa su apariencia, que nos baste con crear una imagen de él a partir de unas pocas coordenadas o instrucciones: digamos que no es feo, no es alto, no es atlético; es, por así decirlo, un hombre que pasaría por nuestro lado y no llamaría nuestra atención.
Entonces este hombre sale de trabajar y va a encontrarse con su amiga. Pero esta amiga no está sola, la acompaña una mujer de 20 y algo, casi treinta. Andan juntas porque es una de esas tardes en las que las amigas aprovechan que pudieron salir temprano y se fueron a recorrer vitrinas, tomar algo y charlar. Fue en el transcurso de esa tarde que la amiga en común llamó a nuestro hombre y quedaron de verse.
Y así como no importa mucho cómo es nuestro hombre, tampoco nos interesa cómo es nuestra mujer.
Nuestro hombre llega, se encuentra con su amiga y con nuestra mujer y siente algo, una corriente, electricidad, un flechazo, algo que no podemos precisar ni esclarecer, algo así, indeterminado. Digamos que nuestra mujer le llamó la atención, le pareció interesante, llamativa. Los románticos, los eternos enamorados del amor preferirán decir que fue amor a primera vista; los racionales al extremo preferirán establecer una teoría a partir de la química corporal, las feromonas, todo eso; los lectores de intereses más espirituales podrían decir que sus energías vibraron en la misma frecuencia. Por eso solo quiero decir que nuestro hombre sintió tan solo algo.
Y ese algo bastó para que pensara en nuestra mujer, en que quería charlar de nuevo con ella, en otro lugar, otro contexto. Más tarde, a solas, la amiga le dice que invite a esa mujer a salir, que no lo piense tanto, que la invite a salir.
Es ahí donde los universos múltiples entran en escena, porque es a partir de una serie de decisiones que tomamos o no, o que postergamos o que dejamos pasar sin hacer nada (para razones metafísicas, no hacer algo es hacer algo) que van definiendo nuestro camino, nuestro universo.
Nuestro hombre podría llamar a nuestra mujer y decirle, luego de un par de minutos de charla, que deberían verse, tomar un café o un par de cervezas, charlar frente a frente, cosas de esas que se suelen hacer cuando se invita a salir por primera vez. Pero él también podría decidir que no, que eso algo que sintió es solo eso, algo, que no quiere malgastar esfuerzos, que va a esperar tiempo para dejar si es ella la que lo busca, que tal vez ese algo no es lo suficiente algo, lo bastante algo como para pasarlo a otro nivel, excusas y pretextos los hay por montones.
Pero también pensemos en las posibilidades de nuestra mujer. La amiga en común le dice a ella, con esa sutileza que caracteriza a algunas celestinas, que es evidente que entre los dos hubo algo, que se notó que hubo un chispazo, una conexión, que se llamaron la atención, se atrajeron, algo. Nuestra mujer podría admitir que hubo algo, pero que ese algo no es tan fuerte, que mejor esperar; o su experiencia (y sus decisiones anteriores) le han enseñado que es preferible ignorar ese algo (porque nada bueno sale de esos algo inesperados, mejor dejar así, mejor dejar que nuestro hombre la busque, permitir que el tiempo madure o no ese algo, diversas razones hay para esperar, lo sabemos). Pero también podría decir que no, que ese algo que la amiga en común creyó sentir es solo imaginación, también existe esa posibilidad.
Nuestro hombre le pide a la amiga en común el número de nuestra mujer, decide llamarla e invitarla a salir. Y dentro de todo ese abanico de opciones, ella acepta la invitación.
Salen y encuentran que ese algo en particular es nada. O bueno, no es algo de lo que pueda surgir un más allá que los lleve a relacionarse a ese nivel. Es un algo que los hace ser buenos amigos, afines, que charlan rico, que comparten cosas.
O salen y se enteran que ese algo los despistó. En realidad ambos chocan como seres humanos, se caen mal, al borde del odio, y deciden no volver a llamarse, salir, ni siquiera preguntar por el otro a la amiga en común.
O él llega y ella no alcanza a llegar. Ella llega y a él le ocurre algo en el camino. Ambos no pueden llegar. El abanico de opciones que se pueden presentar es infinito, amigo lector. Esa es la ley del universo.
También puede suceder que salen y ese algo florece con timidez. Y va creciendo, fortaleciéndose con cada roce de las manos, con cada mirada, con cada conversación que tienen, el suspiro a las tres de la tarde, el decir (no importa quién lo diga) “justo en este momento pensaba en vos”, compartir una película, contradecirse, encontrarse un momento para tomar algo, así como cuando ese algo que usted y yo, amigo lector, hemos encontrado en nuestras vidas, en nuestros caminos va creciendo, generando más y más caminos y opciones.
Ese algo entre nuestro hombre y nuestra mujer va creciendo. Sí, se gustan. Y puede que salgan por un buen tiempo y encuentren que el sexo entre los dos es la experiencia más decepcionante de sus vidas; es posible que ese algo se convierta en una de esas relaciones en las que el sexo es lo único que une a dos personas, así como es posible (porque antes ha sucedido) que de solo tener sexo comiencen a desarrollar algo, salen juntos unos dos o tres meses y se dan cuenta que no, que no funcionan, o deciden que estar juntos los hace felices, les gusta y deciden comprometerse. También es posible que no, que solo les interese el buen sexo que ambos tienen y prefieren no tirar de los hilos del destino.
Y aún en el caso de que nuestro hombre y nuestra mujer decidan ser novios, se siguen presentando infinitas posibilidades. Él le es infiel, a ella le aparece un ex del pasado, a él le sale una beca para estudiar en el exterior, a ella la transfieren a otra ciudad, a él le entra la idiotez de “no eres tú, soy yo”, a ella le parece que él no la llena por completo, él entra en crisis, ella conoce a otro hombre que le produce más que ese algo que nuestro hombre le produce. Vaya, tanto usted, amigo lector, como yo sabemos que el camino es culebrero, y que las historias del universo de “felices por siempre” solo suceden en los cuentos de hadas.
Supongamos que ese noviazgo sobrevive a una combinatoria de posibilidades, entresijos, vericuetos y vertientes que les surjan en el camino. Entonces llega el momento en que uno de los dos decide llevar esa relación a otro nivel, que es hora de dar el gran paso (aquí gran paso tiene matices, puede ser vivir juntos, casarse, tener un hijo o no, eso, con toda la infinitud de opciones que vienen: aceptar, decir que no, aceptar y que no funcione, decir que no y luego arrepentirse, o, dado el caso, que ambos decidan que mejor seguir así y no tentar al destino).
Y dan ese paso. Y son felices. O no. Las opciones del universo son infinitas.
Entonces volvamos a ese momento de donde habíamos partido, a nuestro hombre, en lo que denominados el presente, cuando aún tiene 30 y algo y no se decide a llamar a nuestra mujer, cuando hay un algo ahí, en medio. ¿Qué podría hacer nuestro hombre? ¿Arriesgarse y llamarla, ser osado, igual no hay nada que perder? ¿Dejar así, simplemente?
Ante esa incertidumbre se encuentra nuestro hombre. Sabe que en algún momento se verá con ella, que es probable que vuelvan a encontrarse y es en ese instante donde tomará una decisión. Y no sabemos ante esa acción, qué hará nuestra mujer. Tal vez decida ella llamarlo, tal vez lo esté pensando algo, tal vez se decida ella a actuar, tal vez espere el primer movimiento de él para devolver la pelota, como en un partido de tenis. Así. Y nosotros, tanto usted amigo lector, como yo que escribo esto, no sabemos qué va a pasar. No sabemos.